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En días pasados se celebró, como cada año, la ya famosa Convención Bancaria organizada por la Asociación de Bancos de México. Un evento donde se reúnen las principales instituciones financieras del país junto con las autoridades económicas para discutir, analizar y —por qué no— presumir. En esta edición, el tema central fue “el papel de la banca en el desarrollo del país”. Y sí, aunque suene trillado, vale la pena retomarlo.
En este espacio hemos hablado insistentemente sobre desarrollo económico, entendiéndolo no como una simple acumulación de cifras, sino como una mejora real en la calidad de vida de las personas. Para llegar ahí, el crecimiento económico es condición necesaria. Sin crecimiento, lo que tenemos son ilusiones macroeconómicas y frustraciones sociales.
El desarrollo requiere que una economía sea capaz de generar más bienes y servicios de forma sostenida. Y eso, a su vez, necesita financiamiento. Aquí es donde entra el sistema bancario: una banca eficiente es el puente entre quienes tienen recursos y quienes los necesitan para producir, innovar o emprender. Sin acceso al crédito, no hay expansión empresarial ni innovación, y sin eso, no hay mejora en bienes, servicios o empleos. Así de simple.
Pero el problema en México es crónico. Aunque, según el subsecretario de Hacienda (a quien algunos apodan el florero decorativo de la SHCP), “la banca mexicana goza de una sólida posición”, lo cierto es que el acceso al crédito sigue siendo un privilegio. Las Mipymes —que representan el 99% de las empresas del país— siguen sin encontrar en los bancos un aliado real. Y eso no lo digo yo, lo dijo la propia coordinadora del Consejo Asesor Empresarial del gobierno federal, en la misma convención.
A esto se suma un entorno cada vez más gris. La economía muestra claros signos de desaceleración. La confianza del consumidor y del empresariado va a la baja. Las proyecciones del Banco de México y otros organismos financieros apuntan hacia meses complicados, y aún así, desde Palacio Nacional, la narrativa sigue sin alterarse.
La moradora del Palacio —autoerigida en profeta del optimismo— afirmó que México goza de una “solidez económica extraordinaria”, destacando el crecimiento nacional en contraste con la desaceleración de Estados Unidos. Pero claro, omitió detalles incómodos: por ejemplo, que aunque la tasa de desempleo está en 2.2%, en los primeros cinco meses del año solo se han creado 209 mil empleos formales, menos de la mitad de lo que se necesitaría en un escenario mínimo aceptable.
También presumió logros ajenos, como el aumento del poder adquisitivo del salario mínimo (125% desde 2018), mérito del anterior sexenio, no suyo. Y celebró la sustitución de importaciones en sectores clave gracias al “Plan México”, además de anunciar megaproyectos de infraestructura: trenes, viviendas, energía (según ella, 38% renovables), carreteras y puertos.
¿Y los recursos? Bien, gracias. Porque en medio de tanta promesa no hubo una sola mención sobre de dónde saldrá el dinero. Tampoco dijo nada de los casi 1.1 billones de pesos que ha crecido la deuda pública en lo que va del sexenio. Curiosamente, esa cifra es similar a la deuda remanente del Fobaproa. Ese mismo del que tanto ha hablado, pero que —esta vez frente a los “beneficiarios”— se le olvidó mencionar.
Por cierto, también tomó la palabra la actual presidenta del Banco de México, quien se limitó a repetir que el banco tiene un mandato constitucional. Nada sobre inflación, tipo de cambio, tasas o riesgos globales. Silencio institucional que pesa más que mil comunicados.
Así las cosas. Discursos grandes, cifras maquilladas, promesas sin financiamiento y una banca que, aunque sólida en los libros, sigue sin llegar a quienes más la necesitan.
Así, así los tiempos estelares del segundo piso, de la transformación de cuarta.