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Antes de comenzar esta colaboración, quiero invitarle mi estimado lector, a revisar mi colaboración de esta semana en El Comentario del Día, donde inicio una reflexión que hoy continuaremos en este espacio.
Pongamos sobre la mesa una inquietud fundamental sobre el papel del capital en nuestra economía. No se trata solo de uno de los factores de producción, sino de quién lo controla. Porque si bien la inversión es clave para el desarrollo, las recientes reformas constitucionales en México plantean una pregunta preocupante: ¿qué sucederá si el capital se convierte en el verdadero dueño de las instituciones, comenzando por el Poder Judicial y extendiéndose a otras entidades públicas?
El riesgo de esta reforma radica en que los dueños del capital podrían influir en las campañas de jueces, magistrados y ministros, creando así un vínculo de compromiso entre quien asume el puesto y quien financió su camino. Este apoyo, evidentemente, no sería gratuito, y con ello surge el lado oscuro del capital: decisiones judiciales sesgadas a favor de quienes tienen los recursos para influir.
Imagine, mi estimado lector, que quien debería actuar como árbitro en las controversias legales está en realidad comprometido con una élite económica que le facilitó llegar al puesto. En vez de garantizar la justicia, podríamos observar una competencia desleal en la que solo aquellos empresarios con “jueces a modo” tendrían ventaja en el mercado. En estas condiciones, las empresas más pequeñas o sin conexiones quedarían en desventaja, lo cual podría llevar, en algunos casos, al cierre de estos negocios. Esta situación tendría un alto costo a largo plazo, ya que precisamente son esas pequeñas y medianas empresas las que generan el mayor porcentaje de empleos en el país. Sin la posibilidad de tener un piso parejo, serían justamente esas empresas las que terminarían sufriendo las consecuencias de una justicia a modo.
Tradicionalmente, la Comisión Federal de Competencia Económica sería la entidad encargada de poner orden en estas situaciones, pero su posible desaparición dejaría un vacío. En este escenario, solo nos quedaría acudir al mismo sistema judicial, ya comprometido con intereses privados, dejando al ciudadano común en completa desprotección. Así, quienes no puedan «comprarse» una resolución favorable en los tribunales estarán expuestos a prácticas que perjudican la competencia y, en última instancia, a los consumidores.
Sin un árbitro independiente, no solo perdemos equidad en el mercado; perdemos el sentido mismo de la inversión, ya que solo aquellos con control sobre la justicia podrán asegurar su rentabilidad. Las empresas podrían fijar precios poco competitivos y generar estrategias que maximicen sus ganancias en detrimento del consumidor. En términos simples, es el bolsillo del ciudadano el que acaba pagando por la miopía legislativa que permite que quienes deberían brindar certeza jurídica sean elegidos de forma popular y manipulable.
Además, estas reformas crean un problema económico significativo: si ahora el capital —o la inversión— deja de ser un factor clave para el inicio del crecimiento y el desarrollo económico, y se convierte en el instrumento mediante el cual se pueden obtener ganancias desmedidas y libres de cualquier competencia, entonces desaparece el mecanismo habitual de generación de riqueza. Esto tiene como consecuencia un incremento en la desigualdad, que, en realidad, ningún programa social podría compensar.
Y entonces, la pregunta permanece: ¿quién perderá más con esta reforma? ¿Los grandes empresarios y políticos que ya tienen el sistema de su lado, o el ciudadano de a pie, que no tiene los recursos para influir en decisiones que impactarán su vida cotidiana? Le invito a continuar esta reflexión en mi colaboración en el sitio de Óscar Mario Beteta, donde profundizaré más en las implicaciones económicas de estas reformas.