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El Banco de México cumple cien años de vida institucional. Un siglo en el que ha pasado de acuñar monedas y emitir billetes, a convertirse —al menos en papel— en uno de los pilares de estabilidad económica del país. Sin embargo, su centenario no llega con aplausos unánimes, sino en medio de una paradoja inquietante: celebramos su historia, pero dudamos de su presente.
Desde la reforma constitucional de 1994, Banxico obtuvo autonomía formal. Su mandato principal es preservar el poder adquisitivo de la moneda, es decir, contener la inflación. Y aunque esa meta parece sencilla, en realidad es una de las tareas más complejas y políticamente sensibles que puede tener una institución pública. Porque la inflación no es un concepto técnico; es lo que determina si a las familias les alcanza o no. Y hoy, aunque la inflación general anual se encuentra en niveles relativamente controlados —3.49% en la primera quincena de agosto, frente al 5.16% de un año antes—, la confianza del consumidor sigue débil, y los precios de bienes esenciales continúan alejándose del ingreso promedio de millones.
En este contexto, resulta por lo menos debatible la decisión del Banco de México en su reunión del 7 de agosto. Ahí se acordó una nueva baja en la tasa de interés de referencia, esta vez de 25 puntos base, ubicándola en 7.75%. La inflación quincenal fue de -0.02%, un dato técnicamente positivo, pero no suficiente para justificar por sí solo un relajamiento monetario, sobre todo cuando las expectativas inflacionarias de mediano plazo aún se mantienen por arriba del objetivo del propio banco.
El mensaje fue confuso, la reacción fue tibia, y el argumento técnico poco claro. La Encuesta de Expectativas ya anticipaba un deterioro en la confianza inflacionaria, y la realidad no tardó en confirmarlo. Por eso, no es exagerado decir que Banxico ha comenzado a parecerse más a una oficina gris que a la institución técnica sólida que tanto se presumía.
La gobernadora y los subgobernadores hablan del legado del banco, de su solidez histórica y de los desafíos contemporáneos. Hablan, incluso, del avance hacia la digitalización y las monedas virtuales. Pero fuera del auditorio y las conmemoraciones, lo que millones de mexicanos se preguntan es si las decisiones del Banco de México realmente ayudan a cuidar su bolsillo, a estabilizar los precios que enfrentan día a día y, en última instancia, a mejorar el bienestar de sus familias. Porque eso es lo que debería importar.
Y justo aquí es donde aparece una disyuntiva incómoda: el mandato actual del banco central requiere revisión. La ley establece que la meta inflacionaria debe ser de 3% con un margen de +/-1 punto porcentual, es decir, entre 2% y 4%. Pero esa flexibilidad, que permite interpretaciones amplias, termina por convertirse en una zona de confort. Incluso si la inflación cayera por debajo de 2% —lo que implicaría mayor poder adquisitivo para la población—, el banco estaría obligado a reaccionar para evitarlo. Ese absurdo institucional refleja la necesidad de establecer un objetivo puntual, claro y sin ambigüedad. Y al mismo tiempo, es necesario fortalecer su mandato, no ampliarlo indiscriminadamente.
Porque convertir a Banxico en un órgano que además de controlar la inflación tenga que encargarse de promover el crecimiento económico, ampliar el acceso al crédito, impulsar la digitalización e incluso reducir la desigualdad, como lo dejó entrever la presidenta, es no entender su función. Esas tareas son, por definición, responsabilidad del gobierno, no de un banco central. Sus decisiones pueden incidir en esos rubros, pero no deben formar parte de su mandato.
La independencia de los bancos centrales no es una ocurrencia neoliberal ni un capricho tecnocrático. Es una garantía para que las decisiones monetarias no se tomen en función de los ciclos electorales ni de los vaivenes políticos. Y aunque la colaboración interinstitucional es deseable, cuando el poder político comienza a fijar tareas al banco central, estamos más cerca de perder su independencia que de fortalecerla.
Lo que más preocupa no es el discurso, sino el contexto. Estamos en un momento donde la deuda pública ha crecido de forma alarmante, el gasto social ha desplazado al gasto en inversión, y el consumo está cada vez más sostenido por transferencias y no por ingreso propio. En este entorno, se requiere que Banxico actúe con claridad, con autonomía y con fortaleza institucional.
Un país con baja inflación pero sin crecimiento productivo, sin crédito eficiente y sin instituciones sólidas, no es un país equilibrado. Y un banco central que no explica con claridad sus decisiones, que no defiende su mandato y que permite que lo redibujen a conveniencia, no es un guardián del poder adquisitivo… es un testigo pasivo del deterioro económico.
Por eso, en este centenario, más que celebrar, habría que reflexionar. Porque si Banxico deja de ser el referente técnico que era, lo que está en juego no es solo su prestigio, sino el bolsillo de todos.
De esta forma, seguimos viviendo entre cifras que brillan… y bolsillos que no alcanzan.