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En esta última entrega de la semana, quisiera redondear las reflexiones que abordé en las dos columnas anteriores, tanto en El Comentario del Día como en El Economista. Todo comenzó con una pregunta fundamental: ¿hacia dónde vamos? A esto se añadió otra cuestión inquietante: ¿qué sucederá si el capital se convierte en el verdadero dueño de las instituciones, comenzando por el Poder Judicial y extendiéndose a otras entidades públicas? Ambas preguntas son cruciales, pues sus respuestas trazan el rumbo y destino de la vida de 130 millones de personas en nuestro país.
En distintas oportunidades he señalado que lo que sucede en un país —ya sea en lo político, en la seguridad o en lo social— siempre tiene un trasfondo económico que, al final, impacta la vida de las personas. Un país sin contrapesos, donde cada vez se intenta socavar más las libertades y derechos de la gente, no puede aspirar a un desenlace esplendoroso. A corto plazo, es probable que observemos que las cosas no van tan mal, e incluso podría haber un repunte. Pero ese aparente bienestar se debe a la resiliencia de nuestra economía, construida a lo largo de años de interconexión comercial con otros países, lo cual ha creado una infraestructura sólida para el tránsito de bienes y servicios. Sin embargo, ¿qué ocurriría si, en algún momento, el poder legislativo, armado con las facultades que ha acumulado mediante sus propias reformas, decide imponer impuestos de manera arbitraria? ¿A dónde podría acudir un ciudadano de a pie en busca de apoyo legal ante estos impuestos arbitrarios?
Sabemos bien que la política fiscal busca recaudar los recursos necesarios para que el gobierno opere y provea bienes públicos que deberían mejorar la calidad de vida de todos. Pero hoy estamos en un país donde quienes generan riqueza encuentran cada vez menos bienes y servicios públicos de calidad, obligándolos a recurrir al sector privado para satisfacer sus necesidades. Si el gobierno, en aras de «primero los pobres», decide aumentar o imponer impuestos de forma arbitraria, serán esos mismos contribuyentes quienes acabarán pagando más, lo cual podría incluso comprometer su libertad económica. Y si el único recurso para frenar estas arbitrariedades es el Poder Judicial, pero este ya está comprometido, entonces no habrá margen para cambiar nada.
Aquí es donde entra la reflexión: si los jueces, magistrados y ministros llegaran a ser electos popularmente, como algunos proponen, nada impediría que también ellos se escudaran en el mismo mantra de los “36 millones de votos” que hoy utiliza el poder ejecutivo para legitimar sus decisiones. Esto podría abrir la puerta a un conflicto entre poderes, donde cada uno de ellos se sienta con el derecho de actuar a su antojo, alegando tener el “mandato del pueblo”. Las consecuencias de esta tensión entre poderes serían una desestabilización política, social y económica sin precedentes en el país, que, curiosamente, siempre pondrá en el centro “al pueblo bueno y sabio”.
Es probable que en los próximos meses empecemos a ver fracturas internas en el proyecto oficial, sobre todo cuando inicie la discusión sobre el presupuesto. Aunque el poder ejecutivo tiene la responsabilidad de ejecutarlo, el legislativo es quien aprueba el presupuesto y, en su caso, realiza modificaciones. En teoría, ambos poderes deberían actuar en armonía, pero ¿qué pasaría si surgen desacuerdos? Si se materializa un conflicto, el peligro es que no tengamos ya un árbitro imparcial para resolverlo.
Hace años, las divisiones internas llevaron al declive y eventual desaparición de uno de los partidos más relevantes en la historia de México: el PRD. Hoy, ese partido ya no existe. Si las tensiones actuales entre el legislativo y el ejecutivo escalan, podríamos estar frente a una historia similar, pero con un impacto mucho mayor. Esta vez, no solo estaría en juego el futuro de un partido, sino el de todo el país.
Por eso, le invito, estimado lector, a que dialogue con familiares, amigos y conocidos, tanto con aquellos que votaron como con los que no lo hicieron. Si bien el actual gobierno recibió un mandato de 36 millones de personas en la pasada elección presidencial, no podemos ignorar que México es un país de 130 millones, con un padrón electoral de aproximadamente 100 millones. Esto implica que existe un 60% de los votantes que no respaldó ese mandato. Hoy más que nunca, es momento de que la sociedad civil se organice y levante la voz para proteger libertades y derechos, lejos de las filias y fobias partidistas.
Así, así los tiempos estelares del segundo piso de la transformación de cuarta.