El México que se nos va

Sin equilibrio, cualquier régimen se convierte en su propio enemigo…

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En esta ocasión quiero hablar de política y economía, dos temas que están íntimamente ligados y que, en las últimas semanas, han dominado la conversación nacional. Aprovecho este espacio para invitarle, estimado lector, a complementar esta reflexión con mis colaboraciones de esta semana en el sitio de Óscar Mario Beteta y en El Economista, donde profundizaré en los puntos que hoy pongo sobre la mesa.

Entrando en materia, sabemos que el régimen político dicta en buena medida el rumbo económico del país. Las políticas implementadas, sean de libre mercado o de intervención estatal, no solo afectan la producción y el consumo, sino que también influyen en las decisiones de inversión y en las expectativas de crecimiento. No creo que estemos en la antesala de un modelo de control gubernamental absoluto, pero tampoco veo una apertura total al libre mercado. Estamos, quizás, ante un híbrido que podría llevarnos a una situación intermedia, con implicaciones inciertas.

Los recientes cambios en el Congreso, desde la reforma judicial hasta la autodenominada «supremacía constitucional», parecen señalar un intento de transformación de régimen. El problema es que, a estas alturas, ni siquiera quienes impulsan estos cambios parecen tener claro el rumbo al que desean llevarnos. La democracia que permitió la entrada de capitales y, hasta cierto punto, impulsó el crecimiento y desarrollo económico, está en riesgo de transformarse en algo muy distinto. La pregunta es, ¿hacia dónde vamos?

Es fácil caer en escenarios apocalípticos, pero la realidad es que el Tratado de Libre Comercio y otros acuerdos internacionales aún ofrecen un respiro. Estos acuerdos, en esencia, establecen las reglas del juego económico, evitando que decisiones abruptas cierren la puerta al capital extranjero en el corto plazo. Sin embargo, el mediano y largo plazo son otra historia. Las renegociaciones con nuestros socios comerciales no solo pondrán a prueba nuestra capacidad de adaptación, sino también la consistencia de nuestras políticas internas.

El capital extranjero y nacional es fundamental para el desarrollo. Nuevas inversiones traen consigo infraestructura, empleo y una mayor demanda interna, generando así un ciclo virtuoso de crecimiento. Pero también tienen un lado oscuro: en un país donde la corrupción sigue siendo un lastre, el capital puede ser tanto una herramienta de progreso como un vehículo para intereses oscuros. La reciente reforma judicial, que busca blindar al régimen actual, abre una puerta peligrosa si consideramos que quien controla el capital también puede influir en las decisiones de aquellos en el poder.

El México que conocemos, con todos sus defectos y virtudes, se enfrenta a una encrucijada. La posible desaparición de contrapesos democráticos amenaza con hacer más vulnerables las decisiones económicas y políticas ante intereses particulares. Por eso, más allá de nuestras simpatías políticas, debemos reconocer que la alternancia y el equilibrio de poderes han sido fundamentales para nuestro desarrollo. Sin ellos, no solo ponemos en riesgo nuestra economía, sino el futuro de la sociedad que con tanto esfuerzo hemos construido.

Hoy estamos frente a decisiones críticas que moldearán el futuro de la nación que conocemos y llamamos hogar. Si no evaluamos con claridad los riesgos y beneficios de los cambios propuestos, mañana podría ser demasiado tarde. Sin una dirección definida, esta llamada Cuarta Transformación corre el riesgo de quedar en una «transformación de cuarta», con ajustes que podrían debilitar nuestras instituciones y frenar nuestro desarrollo económico. Te invito a seguir mis próximas colaboraciones en el sitio de Óscar Mario Beteta y en El Economista, donde profundizaré en estos temas.

Así, así los tiempos estelares del segundo piso de la hoy T de cuarta.