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Permítanme empezar esta colaboración, mi estimado lector, con una pregunta muy básica: ¿estaría usted dispuesto a entregar su dinero a una institución que no le diera información alguna sobre cómo lo está utilizando o administrando? Aunque parecería una locura, la realidad es que hoy vivimos en un país donde la mayoría de la población –aquellos que apoyan y defienden la llamada «transformación de cuarta»– ha decidido que no es importante conocer la forma en la que se utilizan y administran los recursos públicos. Más allá de eso, están dispuestos a aceptar que el uso de sus datos personales e información sensible quede completamente a discreción del gobierno.
Este sinsentido cobra aún más relevancia con la reciente desaparición del Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), un organismo que, con todos sus defectos, al menos servía como contrapeso para exigirle cuentas al gobierno. Ahora, sus funciones se trasladarán a la recién creada Secretaría Anticorrupción y Buen Gobierno, una dependencia que, por su nombre, suena prometedora, pero que en la práctica no es más que una nueva oficina bajo control del Ejecutivo. Es decir, el gobierno ahora se auditará a sí mismo, en un ejercicio de «transparencia» que haría sonrojar incluso a los regímenes más autoritarios.
Más allá del golpe institucional, lo verdaderamente preocupante es el impacto económico que esto tendrá. En cada una de las cuentas públicas revisadas por la Auditoría Superior de la Federación se han detectado inconsistencias millonarias, recursos cuyo destino simplemente se desconoce y mecanismos opacos que facilitan la corrupción. La más reciente irregularidad asciende a 51 mil millones de pesos en la cuenta pública de 2023, pero el verdadero monto de los desfalcos podría ser mucho mayor. A esto hay que sumarle la falta de claridad sobre las adjudicaciones directas realizadas por la administración pasada, ya que podrían existir contratos multianuales ocultos que comprometan los recursos del país por años. Sin transparencia, es imposible conocer el impacto real de estos compromisos en las finanzas públicas, y sin planeación, la estabilidad fiscal del país queda a la deriva.
Este desorden tiene consecuencias directas sobre la competitividad y la inversión. En un entorno donde las reglas del juego cambian sin previo aviso y la información sobre el uso del gasto público es inexistente, los inversionistas simplemente se van. Nadie en su sano juicio coloca su dinero en un país donde el gobierno puede decidir de un día para otro que los contratos ya no valen, que las obras son prioritarias porque así lo dice el líder en turno, o donde no hay manera de saber en qué se gastan los recursos. La opacidad genera incertidumbre, y la incertidumbre es el peor enemigo del crecimiento económico.
México ya ha visto los efectos de esta falta de confianza. La inversión fija bruta, un indicador clave del compromiso de las empresas con el país, ha mostrado altibajos que reflejan la cautela del sector privado ante un entorno de reglas cambiantes y decisiones discrecionales. A nivel internacional, la opacidad en el uso del gasto público y la eliminación de contrapesos institucionales nos coloca en desventaja frente a economías que sí garantizan certeza jurídica y estabilidad. La falta de transparencia también afecta la calificación crediticia del país, pues sin información clara sobre el manejo de las finanzas públicas, las agencias evaluadoras pueden considerar a México un destino de mayor riesgo, lo que eleva los costos de financiamiento y frena aún más el crecimiento.
Es aquí donde entra la pregunta incómoda: ¿de verdad alguien cree que el gobierno se va a fiscalizar con rigor a sí mismo? Esto equivale a pedirle a un alumno que se ponga la calificación de su propio examen o a dejar que un banco administre fondos sin ninguna supervisión externa. En la historia reciente de México, la opacidad ha sido el sello de las peores administraciones, y con la desaparición del INAI, estamos retrocediendo a tiempos en los que la única información disponible era la que el gobierno decidía compartir, convenientemente editada y filtrada a su conveniencia.
Pero no se preocupen, queridos y babeantes seguidores de la transformación de cuarta: el gobierno ha prometido que será transparente, imparcial y honesto en su propia auditoría. ¿Qué podría salir mal?